Antidisturbios: mis cinco minutos como ultra by javier Salazar Calle

Estoy viendo una serie que se llama Antidisturbios. En el pasado estuve muchas veces cerca de ellos. Cuando tenía dieciséis o diecisiete años y el fútbol me importaba más que ahora, solía ir con mis amigos a la plaza de Cibeles a celebrar los títulos del Real Madrid. Nos juntábamos miles de personas y solía acabar habiendo algún problema con los energúmenos de siempre. Gente de grupos radicales que se encaraban con la policía, se ponían a medio metro de ellos a insultarles de todas las formas inimaginables (con una creatividad a veces que hacían pensar que para alguno había esperanza) o a escupirles. Recuerdo pensar que yo no podría ser antidisturbios. Habría sacado la porra y me habría liado a hostias con ellos. Pero los de verdad no, aguantaban el tipo como podían hasta que la situación se volvía insostenible, que solía coincidir con cuando empezaban a lanzarles cosas y ponían en peligro a la gente de alrededor, y entonces cargaban. Sí, reconozco que golpeaban con gana, pero quién no después de lo que habían aguantado. En sus cargas acaba siempre herido alguien que no tenía nada que ver con la refriega. Allí aprendí la primera regla de supervivencia: mantente lejos del peligro. Cuando empezaban a llover objetos, mis amigos y yo poníamos una distancia prudencial de quinientos metros y nunca fuimos daños colaterales de las cargas. En mi opinión, el que se queda en primera fila de un conflicto tiene que asumir los riesgos de su decisión y no culpar a otros.

La segunda regla de la supervivencia la aprendí también por las malas: eres lo que pareces. Me la enseñó el formar parte de un grupo ultra durante unos minutos. Volvía de trabajar andando y pasé al lado del estadio Santiago Bernabéu. Era un día de partido. De repente escuché unos gritos y cruzando la esquina apareció un montón de gente de estética skin head perseguidos por policías a la carga. Algo teníamos en común: el pelo rapado. Pensé rápidamente en ese momento, según los ultras pasaban corriendo por mi lado, que a la que la policía llegase a mi lado, iba a recibir porrazos hasta en el carnet de identidad. Dudaba mucho que un antidisturbios a la carrera en modo caza pudiese distinguir a uno de los otros rapados de mí. Conclusión, corrí a su lado y me refugié, junto a media docena de ellos, en una tienda que había abierta ante la mirada aterrorizada de las dependientas. Cuando pasó la policía uno de ellos se dirigió a mí y me dijo: “¡Qué cabrones!, casi nos pillan, ¿eh?” y yo le respondí algo como: ”Sí, sí, ¡qué cabrones!” mientras le daba una palmadita en la espalda. Me había librado de los porrazos y ahora no quería caer golpeado por los puños americanos que seguramente tuviesen. Salimos todos de la tienda y ellos se fueron para un lado y yo seguí para mi casa tan tranquilo; orgulloso de mis dos reacciones que me salvaron ese día.

Para mí las unidades de intervención especial (los antidisturbios) son un mal necesario. Un mal no porque ellos lo sean, sino porque está mal que tengan que existir. Sería mejor un mundo donde no fueran necesarios, pero la realidad se impone. Primero, que solo intervienen en situaciones con mucha gente. No son los que detienen a la persona que te atraca por la calle o al maltratador o maltratadora que pega a su pareja. Estas unidades solo actúan cuando hay grupos grandes de gente haciendo cosas que no deberían, o que les dicen que no deberían. Yo trabajo en un banco. Si estuviese en la parte de Operaciones y mi jefe me dijese que bloquease una cuenta, la bloquearía. Ellos trabajan en antidisturbios y si su jefe les pide que desalojen, desalojan. Al igual que yo podría estar bloqueando la cuenta de una pobre familia que intenta encontrar trabajo con desesperación y que por eso no paga sus deudas con el banco; ellos podrían estar desahuciando a esa misma familia. ¿Somos malos? Yo creo que no. Nuestro trabajo, en su concepción, es bueno. Cuando me voy a visitar a mis padres al pueblo y al volver me encuentro la casa ocupada, agradezco que existan para echar a los delincuentes. Cuando intento llegar a mi trabajo y la autovía está cortada por una gente que no paga la electricidad y que está protestando porque se la han cortado y se le mueren las plantaciones de marihuana, agradezco que existan para despejar el camino. Lo mismo para echar de una casa, dando otra vuelta al mismo ejemplo, a los inquilinos que no pagan porque viven del morro (aun sabiendo tú que trabajan, pero cobrando en negro) y cuya hipoteca que no puedes afrontar, al no recibir el alquiler, te asfixia, poniendo en peligro tu propia vivienda donde viven tus hijos; para desalojar la salida de los depósitos de autobuses públicos bloqueadas por aquellos que no entienden que la huelga es un derecho y no una obligación o para detener a esos grupos de violentos que se apuntan a cualquier manifestación legal con el único propósito de liarla y dedicarse al vandalismo.

¿Se pasan a veces? Pues sí, y está mal. Pero decidme de alguien que no haya visto en su trabajo, sea cual sea, que a veces se pasan. Pero claro, es más visual cuando se pasan dando porrazos o arrastrando a manifestantes para quitarles de la calle que cuando tu jefe se pasa obligándote a trabajar unas cuantas horas gratis todos los días o a estar a pie de obra sin cumplir los requisitos de seguridad (en España se reconocen sesenta y seis enfermedades laborales y mueren dos trabajadores por accidentes laborales cada día, con una gran incidencia por el incumplimiento de la ley Prevención de Riesgos laborales). Ambos casos son ilegales, pero el tratamiento que se le da no es el mismo.

¿Debería haber más razonamiento en lo que hacen? No. Así de claro. Ni yo estoy para ponerme a debatir con mi jefa si bloqueo o no una cuenta ni ellos para discutir si desalojan o no una casa. El razonamiento ya se ha dado en las capas superiores. Mi jefa ha analizado los datos de esa persona, ha leído el informe jurídico, ha visto los datos en bases de morosos…Y ha tomado una decisión basada en los protocolos existentes y en las directrices de la empresa, no en lo que le dé la gana. Con los antidisturbios pasa lo mismo. En el manido ejemplo del desalojo. En España, los datos indican que el tiempo medio entre que pones una demanda y desalojan una casa es de unos seis u ocho meses. Si a esto le sumas el tiempo que has tardado en poner la demanda, te vas a un mínimo de un año. Todo este tiempo el inquilino y el dueño de la casa han hablado, negociado, consultado abogados, se han visto en un juicio, han podido recurrir… Cuando este largo y proceloso proceso llega a fin y el resultado es una orden de desahucio, ¿se van a poner los antidisturbios a pensar si deberían ejecutarla o no si se resisten los inquilinos? Cuando se les da la orden es porque se han agotado el resto de vías y otros, los expertos, que no son ellos, han decidido que sea así.  Si hubiese que cambiar algo, en todo caso, serían las leyes; pero las que hay en vigor hay que cumplirlas, te gusten o no (yo, por ejemplo, no entiendo la limitación de velocidad a 120 km/h en algunas autopistas, pero si se me va el pie, lo supero y me multan, apechugo y pago; por muy en contra que esté de ese límite). Otra cosa es que les ordenasen hacer algo ilegal. Si su jefe se levanta una mañana y les ordena hacer un desalojo sin orden judicial porque la casa es de un amigo, ahí solo vería una opción buena: que se plantasen y dijesen que no. Al igual que yo le diría no a mi jefa si me pidiese bloquear la cuenta su exmarido porque no le paga la pensión.

Lo que llevo de la serie está basada en un grupo de la UIP (Unidad de Intervención Policial). Hay personajes buenos, no tan buenos y malos. Como en todos los sitios. Pero mi postura es clara. Por desgracia son necesarios, por fortuna suelen ceñirse a lo que se espera de ellos y, como principio general, seguiré apoyándolos igual que apoyo al resto de fuerzas y servicios de seguridad o a los bomberos o a los servicios sanitarios o a los educadores o a los servicios de limpieza o a cualquier servicio público.

Tirando de refranero, solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Incluso todos esos que tienen, casi por costumbre, criticar todo aquello que haga cualquier uniformado, cuando ven las castañas en el fuego, llaman al 112 para que se las saquen. Y es que todos, cuando la cosa se pone difícil, al igual que en la fábula de Jean de La Fontaine de “El mono y el gato” que da origen a dicha expresión, preferimos que sea otro, en este caso el gato, el que se tire al fuego a sacar las castañas y se la juegue a quemarse. Porque a todos nos gustan las castañas asadas, sobre todo en invierno, pero a nadie le gusta quemarse. Y si, en lugar de dejar a cada profesional hacer lo suyo, intentamos solucionarlo nosotros, saldremos del fuego para caer en las brasas.

Javier Salazar Calle

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