
Cada vez se hace más difícil prestar atención, aislarnos momentáneamente de los estímulos del entorno y ocuparnos de algo, detenernos en algo. Se nos hace difícil la reflexión y la toma de distancia. Cada cual confía plenamente en sus reacciones inmediatas y se rodea de personas con reacciones parecidas. Al mismo tiempo en que se multiplica la comunicación, se profundiza también el encierro en nosotros mismos. Nuestras formas de espíritu colectivo reflejan más que nunca nuestro egoísmo.
Nos retroalimentamos en pequeños entornos, entre semejantes y parecidos. Cuando salimos al mundo y descubrimos la existencia de otros entornos, tan convencidos e hiperestimulados como el nuestro, nos parece una extravagancia, un error en el sistema. Nos irritamos mutuamente. Creemos tener buenos motivos para no escucharnos. Volvemos a la comodidad y calidez de nuestro líquido amniótico espiritual.
El grupo importa más que la realidad, la imperturbabilidad ideológica importa más que el intercambio con el otro, el estímulo importa más que el concepto. Hemos vuelto a adoptar la trinchera como forma de vida, hemos desaprendido la inutilidad del odio y la violencia. Pedir un poco de paz y de paciencia en este mundo se ha vuelto una tarea inoportuna, una ocurrencia delirante y trasnochada. No vemos el enorme peligro que supone la mala gestión de nuestras pequeñas ansiedades.
Imagen tomada de Unsplash