El tiempo es uno de los indicadores para medir la condición humana. No en vano, somos seres arrojados a la nada tras un devenir más o menos dilatado a nivel existencial. Heidegger ofreció su particular revolución ontológica tras la génesis de Ser y tiempo, obra fundamental en la que el alemán se pregunta por el sentido del ser vinculado al elemento temporal. El tiempo en todas sus formas y concepciones resulta esencial para la comprensión de lo humano, pues de manera indefectible nos desenvolvemos bajo su dominio.
Resulta imposible paralizar el transcurso de este elemento, siempre fluye de manera constante, aunque a nosotros en ocasiones se nos antoje paralizado y en otros casos avanzando a gran velocidad. De múltiples maneras procuramos su captura por medio de instrumentos de medición o a través de la elaboración de obras que nos superen y pervivan más allá de nuestra propia existencia. Las clásicas con más de dos milenios son un buen ejemplo, aunque también las construcciones monumentales de ayer y hoy pensadas para perdurar. Gracias a nuestra proyección hacia el futuro a través de la reflexión tenemos constancia de culturas pretéritas ya desaparecidas o de obras personales convertidas en muestras de toda una comunidad. De hecho, ciertos mandatarios o regímenes contemporáneos han hecho uso de trabajos grandilocuentes y excesivos para dejar su sello en la historia mediante una continuidad duradera.
La posibilidad de desaparecer en cualquier instante empuja al carpe diem, al aprovechamiento de nuestra realidad efímera hasta exprimirla, pues, a fin de cuentas, no quedará nada tras nuestro tránsito por este camino vital. Los momentos difieren en cuanto a calidad e intensidad, pero todos forman parte, en un sentido nietzscheano, de la vida en su sentido absoluto. No hay nada más, no podemos caer en los subterfugios que inducen al desaprovechamiento de nuestra realidad más fundamental y básica.
Debemos ocupar nuestro tiempo en formas diversas para garantizar nuestra supervivencia. En este sentido, somos dueños de nuestro quehacer implicado, tal y como diría Ortega, en nuestras biografías. Solo a través de las obras y de la acción podemos construir nuestros destinos en base a las decisiones tomadas y después ejecutadas. ¿Qué hacer y cómo llevarlo a término son graves problemas a enfrentar? No todos somos capaces de conseguir una existencia plena fundada en la vocación y en la autenticidad, pues nos vemos impelidos y arrastrados por la sociedad del consumo en la que nos hemos instalado.
El tiempo actual es de ocio, aunque no en el sentido etimológico marcado por el origen latino del vocablo. Ya no se entiende este concepto como otium o reposo, más bien al contrario. Lo que se persigue es la maximización de las experiencias vulgarizando nuestro paso por la existencia. Es decir, se alienta el salto constante de una experiencia a otra con el fin de sacar un supuesto partido adicional a nuestras vidas. Ahora bien, este paso de un lugar a otro se hace desde la superficialidad vendida por un engranaje comercial que nos empuja al empleo de vivencias prefabricadas en alguna agencia publicitaria. Siempre se pretende algo más, ir un poco más lejos que el vecino para de este modo mostrar nuestra valía, aunque no hayamos construido nada duradero o hayamos tenido el tiempo necesario para la comprensión de lo que estamos haciendo. Se paga la inmediatez, lo popular y lo extendido como moda. Sobre nuestro tiempo personal no se reflexiona, pues no resulta necesario. Ya somos miembros de una grey en la que se senderea el camino desde el liderazgo comercial.
No obstante, debemos empeñar gran parte de nuestro tiempo para conseguir financiar el ocio al que orientamos nuestras vidas. Es por tanto imprescindible consumir nuestro devenir en alguna función productiva para lograr una remuneración que supuestamente nos libere. Paradójicamente, nos volvemos presos en nuestra propia piel para lograr una libertad enlatada en la que lejos de disfrutar del tiempo conseguido, caemos en la pérdida de posibilidades al embargar nuestros preciosos instantes al servicio de lo ajeno. Lo propio, por tanto, queda desvirtuado y arrinconado. Nos situamos en la periferia de la creatividad al dejar de lado nuestros intereses y objetivos a cambio de un tiempo que realmente no nos pertenece por haber sido concebido desde una percepción ajena.
Nuestro legado duradero queda lejos de resultar satisfecho, pues somos reducidos a un conjunto de imágenes que en el mejor de los casos serán colgadas en las redes sociales para ostentación y publicidad del modelo en el que estamos insertos. Estos instantes presumiblemente únicos tornan copia de la copia al verse repetidos hasta la extenuación por los personajes presuntamente notables del universo digital. Tras este conjunto de pixeles y códigos binarios no queda rastro dado que nuestras huellas son barridas por la inmaterialidad de esta caducidad comercial.
Hace tiempo leí sobre una concepción espuria desde su propio planteamiento. Se hablaba del tiempo de calidad para dedicar a la familia, más concretamente a los hijos. Esta perversión neoliberal vendía las bondades de un tiempo intenso y enlatado para dedicar a una progenie abandonada debido a los ritmos contranaturales insertos en el mundo laboral. Por tanto, no debíamos estar más con nuestra descendencia, sino dedicarles momentos únicos e irrepetibles marcados, otra vez, por el consumo de alguna experiencia presumiblemente insuperable. En otras palabras, debemos abandonar lo propio para dedicarnos al cosmos empresarial. Después, con todo ese dinero que habremos amasado, podremos comprarles cosas maravillosas a nuestros infantes. En fin, otra falacia conducente a borrar nuestra propia existencia, pues, lo que realmente necesitan nuestras familias, es algo de tiempo en un sentido absolutamente radical. Pues, por si no ha quedado claro, tempus fugit.