FRONTERA by Pedro Martínez de Lahidalga

La ciencia es una ecuación diferencial, la religión es una condición de frontera” (Alan Turing)

Tengo ya por tradición la costumbre de pasar unos días por el Alto Guadalquivir jienense y sus alrededores: comarcas de La Loma, Las Villas, Sierras de Segura y de Cazorla, Sierra Mágina o Sierra Sur… Espacios más o menos protegidos que componen ese otro sur interior que adoro y que en tiempos (buena parte del siglo XIII y toda la Baja Edad Media, hasta aquel último suspiro de Boabdil el Chico) fueran tierras rayanas con el menguante reino nazarí de Granada. Lugares fronterizos en los que, aparte la tez aceitunada de sus (cautivadoras) mujeres o las torres y castillos de tan sonora toponimia (Sorihuela del Guadalimar, Albahar, Jarafe, Burgalimar, Matabejid, Iznatoraf, Bedmar…) sustentan sobre sí las huellas de esa permeada mixtura que el suave solano de sureste ha venido depositando sobre la agreste y depurada quietud de sus paisajes.

 Valga como alegoría de todo ello una de esas leyendas de frontera “giennense” (con una oclusiva pero elegante “g” y esa doble “n” acentuando la nasalidad de su extensión gentilicia) que, burla burlando, da cuenta de la mítica Tragantía (quimera a caballo entre tragón y dragón). Personaje de una leyenda escuchada por primera vez mientras transitaba la oscura bóveda del soterrado río Cerezuelo que transcurre bajo el portentoso -aun inconcluso- templo renacentista (bien que, por su empaque, más parezca catedral) de Santa María de Cazorla. Historia contada al paso por un juglar frente a la escultura yacente-reptante de oscuras policromías resuelta en una especie de gorgona Medusa devenida en temible mujer-serpiente, una tradición así reflejada por el también jienense (ilustre urgavonense de Arjona, por más señas) Juan Eslava Galán en sus “Leyendas de los castillos de Jaén” y que aquí vengo en referir. Espero la benevolencia del personal por mi atrevimiento de ofrecerla en versión libre, resumida por lo corto para la ocasión:

Cuando las huestes cristianas del arzobispo de Toledo atravesaban los altos del Muradal, un atribulado rey moro se demoraba nervioso en su castillo de Cazorla, ello aun a pesar de que ya  había puesto a salvo tanto su trigo como sus caballos y hubiera permitido en tiempo la huida de todos sus súbditos. Recorría nervioso aquellas estancias silenciosas, cerrando puertas, alacenas… mientras las avanzadas de los cristianos se acercaban acechantes a través del valle. El motivo por el que no acababa de resignarse a salir del castillo era que allí ocultaba a su propia hija (una bella princesa mora) encerrada en unas secretas habitaciones subterráneas que previamente había encargado aprovisionarlas de alimentos, agua, lucernas de aceite u otras vituallas suficientes como para resistir hasta su pronto rescate, una vez los atacantes hubiesen devastado aquellas posesiones (como pocos años antes ya lo hicieran en la cercana Quesada) y, por las mismas, marcharan a otro lugar. Eso no ocurrió, el rey murió en su atropellada huida alcanzado por una flecha y, a la postre, los adelantados acabaron por establecerse en la ciudad y por toda la extensión del valle. La princesa anduvo así vagando por el húmedo subterráneo en la zozobra de aquellos interminables días hasta que, acabadas las provisiones, le llegara la desesperación y más tarde la locura al comprender al fin que el mundo se había olvidado de ella. La infeliz, aterida de frío y ya sin esperanza de ser rescatada, se dispuso a dormirtar y cuando despertó, su cuerpo -desde los pies a la adolescente redondez de sus caderas- había mudado en serpiente y así fue como la desdichada princesa se metamorfoseó en la mítica Tragantía. En la noche de San Juan si un niño llega a escuchar el melodioso cantar de su resucitado espectro: Yo soy la Tragantía / hija del rey moro, / el que me oiga cantar / no verá la luz del día / ni la noche de San Juan, el monstruo reaparecerá para devorar al tan tierno infante.

Siendo así y por la cuenta que les trae, ni que decir tiene que esa noche de San Juan la gente menuda procura irse a la cama temprano. Hoy no hay riesgo, pues el solsticio en el que estamos a punto de entrar es el de invierno, lejos de ese largo y amenazante día de verano del que nos previene la leyenda.

 El río baja fiero, pues no ha parado de llover en todos estos venturosos días por sobre el paisaje sediento de olivos milenarios que, aun silentes, compendian en sí venturas y sinos de nuestra propia historia: enraizados desde los fenicios sobre ese mismo suelo de los primitivos asentamientos iberos, aportando agua y minerales con los que conformar su sabia, que circula, que toma los primeros esquejes de las plantaciones romanas, se multiplica en el periodo árabe como bastión del Califato Cordobés, ve pasar a su alrededor soldados de todos los bandos atravesando sus cambiantes fronteras, crece a la vez que lo hacen las catedrales góticas o, más tarde, los palacios renacentistas, en un terco y constante devenir de agricultores naciendo y muriendo bajo su sombra… para terminar sublimándose en este aceite excelso molturado en la almazara de una casería de Peal de Becerro con el que me desayuno todas las mañanas para resucitar cada día a este mundo con todo el optimismo.

 Para llegar a tomar consciencia de que nuestro planeta es -tal como lo expresara el inefable Carl Sagan- un solitario grano de polvo en la gran penumbra cósmica no es necesario ser astronauta, ni siquiera se precisa escudriñar las últimas imágenes recibidas de los telescopios espaciales, basta con asomarse al mirador de las Ánimas desde el Collado del Almendral para entender que en esta naturaleza sin contornos no existen las fronteras, que éstas solo están en nuestra mente y todo lo demás no son más que ideas o intereses que nos separan en una interminable división de lindes artificiales, de falsedades en cualquier caso.

 Pasando del telescopio al microscopio, pero sin salirnos de la ciencia (esa “ecuación diferencial» que refiere el citado A. Turing) el principio holográfico de la teoría de supercuerdas establece que hay una cantidad máxima de información contenida por regiones adyacentes a cualquier superficie y así, contra toda intuición, la información “encerrada” en un espacio cualquiera no depende tanto de su volumen sino del área de las paredes que lo limitan. La referida hipótesis no será para nada intuitiva en su proyección a la física teórica pero para mí que ese principio, a poco que observemos la “sintrópica” riqueza que impregnan los tantos territorios fronterizos con los que constantemente nos topamos (sean éstos científicos, filosóficos, artísticos o geográficos) cabría extrapolarlo a la propia condición humana. Eso sí, excluyendo del teorema la inamovible intransigencia de la siempre descomunal caterva de fanáticos, cuya religiosa “condición de frontera” supone la excepción que dejaría confirmada la regla (paralela a ese principio holográfico) y que, para el caso, bien podríamos denominar como “regla de la frontera” ¿Quién dijo miedo?

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