MAURICE RAVEL – MANUEL DE FALLA by Jesús Marchante Collado

Maurice Ravel

Manuel de Falla

Algo extraño sucede. Durante unos breves segundos he sido plenamente consciente (como jamás antes) de que todo se acaba. Los griegos sabían que la vida es un fracaso (al final se nos va): por ello hay que atraparla mientras la tenemos.

Me había dejado caer sobre el sillón de mi estudio y, de pronto, el sueño me había envuelto en esa niebla que todo lo confunde. Sueño algo indeterminado que no sabría precisar; sucede, además, a una hora en la que no me suelo quedar dormido. Mientras dormito, puedo reconocer el concierto para piano número 23 de Wolfgang Amadeus Mozart, que transmite la radio que he dejado encendida. Lo extraño, lo que realmente me produce una enorme inquietud, es que en ese breve instante entre estar medio dormido y despertar, la realidad de la finitud se me impone con una materialidad tan fuerte que estoy a punto de sufrir una cierta enajenación transitoria. Repito, todo sucede muy rápidamente, sin ser demasiado consciente de qué demonios me está pasando. Cuando abro los ojos acierto a leer un rótulo: “Place Victor Hugo – Etoile”, que es lo que hay escrito sobre un soporte de hoja de lata (de color rojo y letras amarillas) que servía para indicar el nombre de una parada concreta en las líneas de los autobuses, en París, en los años cuarenta o cincuenta del siglo pasado, que adquirí hace algunos años en un anticuario de la ciudad normanda de Deauville, y que está colgado en mi estudio.

Después, algo aturdido por la impresión que me ha producido este extraño suceso, trato de levantarme y salir al balcón donde, desde ayer, a eso de las cinco de la tarde, el sol empieza a asomar, por fin, en la fachada del edificio donde vivo. El resto del inmueble, a otras alturas, si tiene la suerte de ser acariciado por el astro solar desde hace ya algunas semanas. En estos inicios de febrero, el sol declina muy pronto, y si uno no vive muy arriba, esa luminosidad calorífica, tan necesaria, apenas dura unos minutos. No obstante, son suficientes para devolverme a la realidad de mi subjetividad (esa que te hace creer que vas a vivir siempre), y liberarme de esa certidumbre de finitud que me ahogaba hace unos instantes. En mi cabeza, mientras persistían esos desazonadores (pero absolutamente reales) instantes, resonaban las palabras del “Segismundo” de la obra calderoniana que siempre me han producido una enorme inquietud; se trata de las últimas palabras del soliloquio en el que Segismundo reflexiona sobre la vida y su suerte: “…y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.”

Solo que, en esta ocasión, tan rara, el texto de Calderón se me impone como una certera flecha que me atraviesa. Al mismo tiempo, mientras caía preso en ese dormitar, pensaba en escribir el texto que tengo delante, que para nada tiene que ver con este arranque que me acabo de marcar. Sin embargo, se cuela esta sombra sobre lo que quiero escribir sobre dos músicos geniales y muy especiales: Maurice Ravel y Manuel de Falla.

Tomo aliento, mientras suenan las últimas notas del concierto mozartiano, y trato, ahora sí, de escribir sobre el compositor de Ciboure (St. Jean – de Luz) y el compositor gaditano.

A finales de enero me acerco (una vez más) al auditorio nacional porque han programado dos obras que no suelen proliferar demasiado en las salas de conciertos: Ma mère l’Oye (Mi madre la Oca) de Ravel y La vida breve (en versión de concierto) de Falla. Me interesa, sobre manera, la confrontación entre dos artistas singulares y coetáneos (tan solo les separa un año en su nacimiento). Uno es andaluz y español, y el otro vasco-francés y algo español, bajo mi punto de vista.

El concierto comienza con la obra de Ravel que (en la versión que acomete esta tarde la orquesta nacional) dura escasamente dieciséis minutos. Orquestada en 1911 (basándose en cuentos de Perrault, de la condesa Aulnoy y Jeann-Marie Leprince de Beaumont) y luego representada también en ballet, la música de Ravel es particularmente, desde el punto de vista del timbre, excepcional. La delicadeza y la brillantez compositiva te van calando nota a nota. La utilización del arpa, de los metales, de los timbales y de otros instrumentos de percusión son magistrales. Todo ello, equilibradamente compensado con el resto de los instrumentos de cuerda. Cuando la música se acaba y el silencio se impone, mi emoción estalla. Por supuesto, aplaudo a rabiar, y empiezo a hacer exclamaciones en voz alta que alertan a las dos mujeres que hay en la fila de delante a la mía. Exclamo, sin ningún rubor: “genial, es genial, increíble, Ravel es mágico…”. Las dos mujeres (madre e hija) vuelven la cabeza para ver quién es el “idiot” que hace todas esas exclamaciones. Sin cortarme ni un pelo, les hago saber el por qué de mi emoción incontenida. Les hablo de Saint-Jean- de Luz, de Biarritz y de toda la maravillosa costa vasco francesa, que conozco muy bien. Ellas no han estado jamás, según me confiesan, en esa zona tan cercana a la frontera española. Me disculpo por la invasión que les he producido y sigo disfrutando dentro de mí de esa música única que acabo de escuchar en directo: “Ma mère l’Oye”. No obstante, las pongo en guardia respecto a La vida breve, diciéndoles: “a ver ahora qué pasa con Falla…”.

Mi descubrimiento de Maurice Ravel, más allá de conocer (como casi todo el mundo) su Bolero, se produce a consecuencia de la visión de un film. Es una película francesa dirigida por Claude Sautet, cuyos interpretes son: Emmanuelle Beart y Daniel Auteuil. No es nueva; la vi cuando la estrenaron en 1992, en los antiguos cines Alphaville de Madrid, a los que ya he citado en alguna otra ocasión: aún no se habían convertido en los actuales Golem. Viendo esa película, descubro plenamente a una bellísima actriz que había visto anteriormente (sin prestarle demasiada atención) en La Belle Noiseuse (La bella mentirosa). Sin embargo, en esa película de Sautet: Un Coeur en Hiver (Un corazón en invierno), se me aparece como un ángel inaprensible. No obstante, el impacto realmente me lo produce la música que acompaña al film. Compruebo que se trata de música de cámara de Ravel. Desconocida para mi y jamás escuchada en salas de conciertos. Se trata de tríos para piano, violín y violonchelo y sonatas para violín y piano. En poco tiempo sale a la venta el CD con la música de la película y corro a adquirirlo.

A partir de ese momento, Ravel se convierte para mí en un músico que necesito tener cerca. Me resulta curioso, si me paro a pensar, como ha sido mi evolución como melómano a lo largo del tiempo.

Había empezado a interesarme por la llamada “música clásica” desde bien pequeño, gracias a mi padre. En casa había un sobrio tocadiscos “Philips”. Mi padre poseía algunos discos y ponía en funcionamiento ese tocadiscos algunas noches, sobre todos los fines de semana. Pude escuchar obras de Schubert, Beethoven, Liszt, Wagner, y algo que, a mí, en aquél entonces, me sonaba como más “moderno”, y que recuerdo muy vivamente: el Peer Gynt del compositor noruego Edvard Grieg. Mi padre tenía esas músicas y, sobre todo, zarzuelas (que yo denostaba y que sigo sin apreciar) que ponía a todo meter. En cualquier caso, ese fue el arranque de mi melomanía, y le estaré eternamente agradecido a mi padre (que aún transita por este mundo) el haberme puesto, de manera insistente, aquellos discos. Ese viejo tocadiscos me sirvió, (nos sirvió) muchos años después, para poner otro tipo de discos en los “guateques” que organizaba con mis amigos y amigas en mi ciudad natal: “un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Aún no había dado con mis huesos en la capital gris de la dictadura.

No obstante, sigamos con la música y mi particular aprendizaje, y el por qué de la recuperación de ciertos compositores (como Ravel) que yo denostaba en un cierto período de mi vida.

Desde luego, al igual que me había sucedido con el llamado “Género chico” (que es como se denomina a ciertas zarzuelas más breves, de un solo acto, aunque no a otras de más duración), también le reservaba mi particular desdén a las operas italianas (al “bel canto”). No había manera de que esa música me hiciera vibrar.

Todo eso tuvo sus repercusiones, porque en lugar de haber empezado a escuchar a ciertos compositores clásicos, comencé (no sé muy bien por qué), casi, por el final. La llamada música contemporánea se imponía sobre mis gustos: Edgar Varese, Stockhausen, Bruno Maderna, Ligeti, o los españoles Roberto Gerhard, Luis de Pablo, Cristobal Halffter o Tomás Marco, entre otros.

Y ahora, estimados lectores y lectoras, agárrense bien a sus asientos. Sí, porque ese, quizá, extraño inicio a la hora de escuchar música clásica de manera recurrente, me llevó, nada más y nada menos que, a rechazar, sí, están leyendo bien, al más grande los compositores, bajo mi punto de vista, al salzburgués Wolfgang Amadeus Mozart. No sé por qué, en ese tiempo (era muy joven, aunque no lo digo como eximente), la música del compositor austriaco me parecía demasiado amable, facilona, superflua, muy italiana, y poco consistente: “demasiado clásica”, decía yo, de manera imprudente y algo estulta.

No sólo; recuerdo perfectamente a otro artista (al que tardé muchísimos años en llegar a comprender el gran compositor que era), que también arrojaba a las tinieblas en aquellos días contaminados por cierta futilidad, sin lugar a dudas. Me refiero al compositor ruso Tchaikovsky, a quien consideraba un músico de salón. Por supuesto, Ravel, Falla, Satie, Debussy, y otros muchos, ni siquiera asomaban sus orejas por mi discoteca, que crecía sin prisa, pero sin pausa. De hecho, compraba discos de música clásica, casi todas las semanas, en la vieja Unión musical española, en el espléndido edificio que poseía en la confluencia de la Carrera de San Jerónimo con la calle de Echegaray. Hoy, como tantos otros lugares en la capital, que dirige como alcalde, el nefasto e incompetente señor Almeida, está ocupado por una horrenda cafetería que ha hecho y deshecho en su bellísimo interior.

En esa tienda de instrumentos musicales y partituras, en la planta de arriba (de manera algo anómala) tenían una sección de discos que dirigían dos encantadoras mujeres, una de las cuales se me aparecía (a pesar de que exhibía ya una cierta madurez) como “una joven modernísima” tocada con un corte de pelo muy a lo “garςon”, ya muy demodé en ese final de los años setenta del siglo pasado, que es la época en la que me estoy situando. Me baila su nombre, y no lo escribiré para no errar. Me tiraba un montón de tiempo de palique con ella, cada vez que iba por la tienda. Hablábamos de música y de otras muchas cosas. Creo no errar, si afirmo que nos teníamos una cierta estima. Era otra época, donde la gente aún no desconfiaba del otro, y se podían llegar a entablar diversos tipos de relaciones humanas. Hoy, eso ha saltado por los aires, debido (sobre todo) a uno de los ejes, de dominación, que produce el modo capitalista de producción. Sin embargo, esa es otra historia sobre la que querría escribir en otro momento. En ese piso, dicho sea de paso, existía, incluso, casi de modo clandestino (estaba como escondido en una pequeña estancia interior) otro pequeño departamento dedicado a los aparatos “Hifi” (la alta fidelidad), que dirigía con habilidad y mucha inteligencia, José María. Gracias a él, acabé comprándome un buenísimo equipo para escuchar música, que he ido cambiando en alguno de sus componentes con el paso del tiempo, pero cuyo amplificador, giradiscos e incluso “pletina” para escuchar cintas magnetofónicas, aún siguen en funcionamiento.

Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y tanto Mozart, como Tchaikovsky, ocuparon (y siguen ocupando) un espacio importante en mi discoteca. Después vinieron los otros: Ravel, entre ellos.

Volvamos al auditorio, después de esta digresión. La pausa de la obra de Maurice da paso a la otra obra que cierra el programa: La vida breve, de Manuel de Falla. Es una obra menos madura que la de Ravel; el compositor granadino aún no había desarrollado su gran capacidad que exhibe en obras posteriores como: El amor brujo, El sombrero de tres picos, La fantasía Baetica o Noches en los jardines de España. La vida breve, es una ópera para marionetas que, sin embargo, contiene ciertas frases de contenido social, super atrevidas (casi marxistas), bajo mi punto de vista, del libreto escrito por Carlos Fernández-Shaw (padre del arquitecto racionalista Casto Fernández-Shaw: La gasolinera Porto Pí de la calle de Alberto Aguilera, en Madrid, reconstruida de nuevo, una vez echada a bajo, y que no conserva su antiguo esplendor, y la maravillosa, esta sí perfectamente conservada, gasolinera de la Avenida de Aragón, cerca del Aeropuerto de Barajas, entre otras obras). La composición había resultado ganadora en un concurso que había convocado la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 1904.

Antes de acudir al auditorio, sólo he escuchado, en algunas ocasiones, el famoso intermedio orquestal de esa obra de Falla. Como aseguran las notas al programa, escritas por José Luis García del Busto: “ese bellísimo Intermedio orquestal es una página que considero la cima creativa del primer Falla…”, afirmación con la que coincido plenamente. El resto de la obra es un enjambre de amoríos gitanos y referencias a un folclore imaginario y a un Albaicín que el compositor aún no conoce (según afirma el programa de mano). Falla aún no ha depurado su estilo, bajo mi punto de vista. No obstante, como señalaba anteriormente, hay algunos textos que a mí se me aparecen como claramente marxianos (desconozco absolutamente, si el libretista Fernández-Shaw había leído a Marx). Sirva como ejemplo lo que una voz doliente anónima denuncia: “Hay que trabajar. Para que disfruten otros, nosotros, siempre nosotros lo tenemos que sudar…”

La obra no tuvo mucha suerte en este país que tantas veces ha denostado a la cultura. Falla se marcha con la partitura debajo del brazo en 1907 hasta París. Paul Dukas, el compositor francés, se interesa por ella y promete ayudarle. No obstante (como también se dice en las notas al programa), no sería hasta 1913 cuando tuvo lugar el estreno de la ópera en el Casino Municipal de Niza. Falla hizo retoques a su partitura, aconsejado por Dukas y, también, por Debussy. Después de eso, se pudo estrenar en París. Finalmente, a su regreso a España, el Teatro de la Zarzuela (seguramente influenciado por esos estrenos franceses, y por la mala conciencia, añado yo) la estrenó en 1914.

Sin embargo, lo habitual es escuchar esta obra en la versión orquestal, como estoy haciendo yo esta tarde en el Auditorio Nacional. Seré sincero y diré que la composición de Manuel de Falla, no me deja “exhausto”, como me ha sucedido en la primera parte con su amigo Maurice Ravel. En cualquier caso, la confrontación en el diseño del programa me ha parecido super interesante.

Cuando empiezo a bajar las escaleras de las últimas filas del segundo anfiteatro, que es donde tenía mi asiento, pienso que mi cortés atrevimiento, en el descanso, con esas dos mujeres, se saldará al menos con un saludo de despedida. Hago un intento que verbalizo en voz baja, sin ninguna respuesta por parte de ellas. De hecho, mientras bajamos, en ningún momento vuelven la cabeza para saber si voy detrás de ellas. Tal vez, pienso, las he asustado un poco. No obstante, no es eso lo que realmente pienso; más bien tiene que ver con los que insinuaba algunas líneas más arriba. Cada día cobra más fuerza (dentro de mí) una cierta idea de ficción en lo que cualquiera puede observar cuando pasea por la calle o en otros lugares. Es decir, qué cuando uno se encuentra a personas que caminan juntas, cogidas o no de la mano, en realidad no es una representación de una realidad material humana, sino que más bien enmascara esa subsunción (la ficción) en la que los sujetos humanos viven dentro de lo que eufemísticamente se denomina (sin que nadie se sonroje) economía libre de mercado, esto es: modo capitalista de producción. Volveremos sobre este asunto en otra ocasión.

La fotografía de la izquierda retrata a un elegantísimo Maurice Ravel en los años treinta del siglo XX.

La fotografía de la derecha reporta a un Falla aún joven y espléndido.

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