Un grupo de vanguardia de Jesús Marchante Collado

XXVIII/V/MMXXIV

Vanguardia – al día de hoy – es una palabra bastante denostada. Sin embargo, si uno acude al diccionario de la Real Academia Española se da cuenta de que esa desacreditación del sustantivo en cuestión responde sólo a usos y modos de un determinado período histórico – el actual – que a mi juicio se podría caracterizar por la mediocridad y la decadencia, en su sentido más espurio. La vigencia, a mi juicio, es totalmente plena. Puede tratarse de un grupo militar o civil que va en cabeza. Y desde luego, a pesar de los pesares, siempre hay un grupo que va por delante.
Más allá de que no podríamos entender la historia del arte, la historia política, la económica y la social, sin aludir a ese término: El cubismo, el constructivismo, el futurismo, el surrealismo, etc., etc. O, los sans-culottes, los communards, los bolcheviques, los espartaquistas, los libertarios españoles de las comunas durante la guerra civil española, los estudiantes y los obreros de mayo de 1968, la Unidad Popular de Salvador Allende, en Chile, o los indignados del 15-M español. Es indudable que esa palabra sigue significando alguna que otra cosa.
Hace muchos años – allá por el año 1973 – entraban en conocimiento un grupo de chicas y chicos muy jóvenes. Aparentemente nada parecería indicar – en esta primera mención – que estamos hablando de algo reseñable e importante. No obstante, la realidad siempre oculta algo que aparece invisible a los ojos del observador.
Todo sucede “En un lugar de la mancha de cuyo nombre…” Sí, en esa tierra donde la luz cambia permanentemente a lo largo de una jornada completa. Donde la metafísica se apodera de un paisaje infinito en el que la vegetación ha desaparecido casi por completo. Y en un tiempo – el de la larga dictadura franquista – donde parece que las cosas no van a cambiar nunca. No obstante, conviene estar atentos: nada es lo que parece.
Son – cosas del principio espinosiano de la causalidad múltiple – seis chicas y seis chicos. Ellas oscilan entre los quince y los diecisiete años. Ellos, entre los diecinueve y los veintidós. Sin embargo, no es ese dato cronológico lo más reseñable de esta pequeña historia, más allá de que sirva para constatar la extremada juventud de los intervinientes. Lo interesante es que este grupo de jóvenes, en esa sociedad subsumida y paralizada por el general asesino y sus secuaces, suponen una avanzada: van delante del grupo principal y mayoritario que compone la sociedad española, en esa década de los años setenta del siglo XX.
¿Y por qué va por delante?, podría preguntarse el lector o lectora que ya hubiera llegado a leer estas pocas líneas. Pues la respuesta es bastante simple: ellos, ni visten, ni piensan, ni hablan, ni actúan como otros jóvenes de ese momento. No son los únicos, claro está. Sin embargo – en ese lugar de la mancha – destacan. Y no porque su afán sea ese: destacarse. Simplemente su disposición ante la sociedad y frente al mundo los sitúa ya en otra parte.
Una de las chicas, ha logrado convencer a sus padres para que les cedan un local dentro de la vivienda donde residen. La madre de ella – tal vez merezca la pena señalarlo – es francesa, de ascendencia italiana. Esa mezcla, ya de por sí, es más que interesante. El hecho es que decoran – de manera muy moderna – el habitáculo que van a llamar: “la guarida”. Allí van a celebrar fiestas privadas, más allá de lo que en esos momentos se puede permitir cualquier coetáneo o coetánea: son algo más que “guateques”. Empiezan a pasar por “vanguardistas”: una acepción bastante denigrada – cuando no criminalizada – por las autoridades fascistas de ese o cualquier otro lugar.
Por supuesto que a pesar de que algunos de ellos pueden haber empezado a leer a Freud, sin llegar a pasar de “la interpretación de los sueños”, nada saben de aquello que llegara a formular el viejo judío vienés, a propósito del amor: “si amas, sufres. Si no amas, enfermas…” No obstante, ello no es óbice para que desde muy pronto se conformen algunas “parejitas”. La primavera y el verano ayudan a que ese proceso se afiance. Alguna y alguno, sin embargo, va a quedar fuera de esa pulsión que nos acompaña desde la prehistoria, que nos remueve el alma y el cuerpo.
En ese grupo hay arquitectos en ciernes; artistas, también, en ciernes; geólogas en ciernes; filósofas en ciernes; y, también, historiadoras del arte en ciernes. Una cierta predisposición – al margen de las intenciones académicas, o no, de alguno de ellos – hacia la belleza y hacia la disrupción, son algunas de las señas de identidad del grupo. Tampoco exageraríamos – en demasía – si afirmáramos que los miembros de ese grupo, mantienen una actitud de total aceptación de las diversas orientaciones sexuales: homosexualidad, lesbianismo, etcétera. Esa actitud – en el lejano 1973 – supone también estar por delante de los demás, esto es: están en vanguardia. Y lo es, porque no estaría de más señalar, en este momento del texto, qué en 1977, muerto ya el dictador y casi a punto de que se vayan a celebrar las primeras elecciones democráticas desde las últimas que tuvieron lugar en febrero de 1936, durante la Segunda República, en la primera página del periódico de la organización maoísta, de extrema izquierda, Partido del Trabajo de España (PTE), se señalaba a la homosexualidad como una enfermedad y una desviación. Por lo tanto, estas chavalas y chavales, van por delante: son vanguardia.
También, por delante, cuando algunos de ellos diseñan y fabrican pulseras y collares que venden – algún que otro domingo – en el rastro madrileño.
También cuando alguna de ellas – superando un cierto pudor adolescente – llega a posar completamente desnuda para alguno de esos artistas en ciernes, que habíamos citado anteriormente.
Por supuesto, coquetean con la clandestinidad política: unos, más que otros. Al margen de esa constatación, no dejarán de estar atravesados – a lo largo del tiempo – unos, más que otros, por una cierta conciencia de clase. A pesar de que la procedencia – de casi todos – sea, con algún matiz, no estrictamente proletaria. Los pocos que quedan fuera de esa clasificación, tampoco pasan más allá de una clase media, más bien baja.
Con todo, en este pequeño divertimento de pretender volver atrás, hay un hecho que sería reseñable. Una acción que supuso una especie de “performance” radical, delante de los ojos de esa sociedad, vigilada y castigada, que era – en cualquier lugar del territorio – la española.
La excusa para esa acción les viene dada cuando escuchan en la radio o leen en los periódicos, que Groucho Marx ha muerto. Ni cortos, ni perezosos, se ponen manos a la obra. Se disfrazan, se transforman, y se lanzan a la calle principal de ese lugar de la mancha, que está abarrotada de gente. Es sábado 20 de agosto de 1977, al día siguiente de haber abandonado esta vida el genial cómico. Es anochecido – hace bastante calor – cuando irrumpen los miembros del grupo en medio de la masa. Y lo hacen casi del mismo modo que las máscaras que celebran el carnaval prohibido, en la inolvidable película de Ariane Mnouchkine: “Moliere”, de 1978. Se adelantan – otra vez – estas chicas y estos chicos. El follón que arman es considerable: los viandantes no dan crédito a sus ojos. El surrealismo iconoclasta de estos amigos no tiene límites: “Atruena la razón en marcha…”
Se podría hablar de la música que escuchan: Joan Manuel Serrat, The Beatles, Creedence Clearwater Revival; incluso Serge Gainsbourg y Jane Birkin en aquella canción: “Je t’aime…moi non plus”, que ellos y ellas bailan libremente en “la guarida”. También en un club privado – como esos que había en los años sesenta del pasado siglo, en Londres – llamado “Boys club”, con un farolillo rojo colgando encima de la puerta de entrada, señalando lo peligroso de ese lugar, en el que muy pocos osan poner pie. Ellas y ellos, en cambio, si lo hacen: no sin un cierto temor a ser descubiertos por sus familiares más directos. Ellas – como sabemos – no llegaban a la mayoría de edad; no obstante, el gerente del club les permitía la entrada. Alguno de ellos y de ellas, disfrutaban de una bebida no alcohólica, a base de zumo de naranja, de limón y de piña, que estaba de moda en esa época: “un San Francisco”, cuyo borde del vaso, estrecho y largo, estaba recubierto de azúcar de diversos tonos: rosa, rojo, amarillo, etc.

Abandonemos ya la tercera persona – el narrador omnisciente – para situarnos en el presente, en primera persona, para hablar de un reencuentro.
Un reencuentro que propiciamos algunos miembros de ese grupo que ya ha perdido a dos de ellos en estos años: el último, muy recientemente. El tiempo arrampla con todo. Hace años, un viejo amigo, catedrático de filosofía en la Complutense – al que le debo mucho: nada más, y nada menos, que el que me enseñara a pensar – impartiendo sus clases, denominaba al tiempo como: “una sucesión de cadáveres”. Suena interesante, más allá de la resonancia algo macabra.
La mayoría no nos hemos visto desde hace más de quince años: cuando unos pocos nos reencontramos, en una noche de navidad. A otros, yo no los he vuelto a ver en los últimos cuarenta años. Con algún otro, he mantenido encuentros interrumpidos.
Cuando hablo con alguno de ellos – para hacerle saber que se está organizando un encuentro – me entra la risa cuando me dice: “cuidado, porque ya sabes que este tipo de encuentros, como las armas, los carga el diablo…”
Enseguida pienso que mi viejo amigo está algo “perdido”. Ni las armas, ni nada, las carga el “ángel caído”: uno de nosotros. Las armas – o lo que sea – son responsabilidad sólo nuestra: no existe ningún sujeto externo que determine nuestro libre albedrío, por así decirlo.
Al final, vamos a ser siete: los otros tres restantes aducen causas perentorias, e insoslayables, para no asistir.
Me encargo de reservar mesa para comer en una de las pocas casas de comida que aún perviven en Madrid. Cuando nos conocimos – en los años setenta del pasado siglo – había decenas y decenas: abundaban por doquier.
Ese mundo, el de las casas de comidas, con menús económicos, ya no existe. Ese mundo, tal vez, producto de ciertas ensoñaciones, tampoco existe en otras muchísimas cosas: en la política, en la economía, en el arte, en el amor, etc., etc.
El encuentro va a tener lugar en una plaza ya legendaria: sobre todo, desde que las gentes, no sólo las pertenecientes a la LGTB, se adueñaran de ese espacio público: la Plaza de Chueca. “Cuánto ha cambiado ese barrio desde que yo lo habité: allá por 1971”, me digo a mí mismo, mientras me encamino desde el viejo barrio de Vicálvaro, que es donde me ha llevado el devenir casuístico de mi vida.
Alguna de las chicas hace deslizar a través de algún mensaje de whatsApp una cierta desazón, ante la eventualidad de no reconocer a nadie. Esto también me hace muchísima gracia.
Me reencuentro con las chicas: por supuesto, las reconozco. El encuentro, donde seguro están ya los otros dos chicos que formamos la parte masculina, se va a producir en una vieja taberna que conforma, de manera admirable, la estructura de esa vieja plaza: “La taberna Ángel Sierra”, en la que debo de haber entrado, como mucho, dos veces en toda mi vida. Sin embargo – sé por mi amigo, con el que hablé por teléfono: el que me expresaba ciertos temores ante el encuentro – que cuenta con un local, al fondo, detrás de la propia barra, al que se accede, tras descender unos peldaños, por la calle lateral a la plaza: la de Gravina. Tengo la sensación de que entramos en el agujero de Alicia.
Allí están ya sentados – disfrutando de algunas cervezas – aquellos dos arquitectos en ciernes, en aquel lejano, muy lejano, 1973.
Uno de ellos, es al que no había vuelto a ver desde hace más de cuarenta años. Nos abrazamos, se abrazan: como hemos hecho hace unos instantes en la plaza de Chueca. Sonrío, sonríen. Parece que nadie ha cargado nada: todo fluye con naturalidad. Me acuerdo – mientras escribo ahora – de ese concepto bergsoniano: “la duración real del tiempo”. Bergson, y el tiempo; Einstein, y el tiempo, también. No obstante, son flashes que irrumpen como destellos, mientras mis dedos se deslizan con rapidez sobre el teclado de mi ordenador portátil. En el reencuentro, en la vieja taberna, ni Bergson, ni Einstein: sólo la vuelta hacia atrás en el túnel del tiempo. Un túnel del que emergen mis amigas y mis amigos.
Me embriaga la ironía y la acidez que despliega el que hace tanto que no veo: recuerdo perfectamente que ya era un poco así, cuando éramos tan jóvenes. Me encanta que no haya perdido ese toque disruptivo.
Comemos en perfecta camaradería, porque estamos relajados, distendidos, felices, en esa casa de comidas donde los he llevado: “El Bogotá”. La conozco desde hace más de treinta años; el camarero más antiguo, al que conozco desde aquella época, nos atiende con extremada diligencia.
Alguna de las chicas – la que está sentada a mi izquierda – se queja de manera cariñosa, ante la imposibilidad de lograr que el debate, entre todos, fluya con un cierto orden. Le digo que es prácticamente imposible que eso suceda. En cualquier caso, todo sigue fluyendo.
Al finalizar la comida vamos a ir a un sitio que nos gusta a todos: el Círculo de Bellas Artes. En la cafetería, “La Pecera” la llaman, de ese espléndido edificio diseñado por el arquitecto Antonio Palacios, hacia 1925, vamos a hacer la sobremesa.
Estamos tirados literalmente en los sofás del fondo de la sala, delante de una escultura femenina que recuerda a las realizadas por el artista y escultor francés Aristide Maillol, que se pueden ver en el jardín de las Tullerías, en París.
Se habla de muchas cosas. Me sorprende, otra vez, ese amigo tantos años desaparecido, que habla de la biografía de Napoleón – que yo desconozco – escrita por Stendhal. La está leyendo de manera entusiasta. Anteriormente, en la vieja taberna, ya había hablado sobre Robespierre y la Revolución Francesa de 1789. En ese momento, cuando estamos en la taberna, me sorprende – en estos tiempos que corren – que alguien hable de Robespierre. Ahora, en “La Pecera”, todavía me sorprende mucho más al declararse partidario – nada más y nada menos – de Pol Pot, y sus “Jemeres Rojos”. Incluso del viejo Líder estalinista y maoísta albanés: Enver Hoxha, ese tan ensalzado en nuestro país por el partido PCE-ML., y su brazo armado, el FRAP. Le hago la observación de que la experiencia Polpotiana, de los “Jemeres Rojos” en la Camboya de los años setenta del siglo XX, supuso el asesinato de un millón y medio de camboyanos. Sonríe de manera mordaz. Recuerdo su radicalidad de aquellos años en los que nos conocimos; sin embargo, me sorprende – ahora, en 2024 – que trate de rescatar aquel maoísmo delirante y asesino. Sé que lo hace de manera provocadora. No obstante, a mi generación, a nuestra generación, tal vez nos sigan persiguiendo algunos fantasmas de un pasado que creímos revolucionario, cuando, tal vez, no lo era. En cualquier caso, no quiero seguir por esta senda que me llevaría a ciertas disquisiciones teóricas, demasiado alejadas de esta historia que estoy contando.
Hablamos del amor; también de lo que hoy se denomina “poliamor”. Me produce ternura saber cómo la mayoría de ellos y ellas siguen con sus parejas de entonces.
Se habla también de arquitectura. Hablo yo – sobre todo – porque fui “contaminado”, de manera muy positiva, por los dos arquitectos del grupo. Una de las chicas se muestra sorprendida por el hecho de que sea yo el que quiera hablar de arquitectura. Le respondo con lo que acabo de escribir sobre esa contaminación. Saco a colación a alguno de los profesores que impartían clases en la Escuela de Arquitectura. Mis amigos me dicen que eran todos fascistas. Cuando les digo que ellos me vendieron la moto de esos profesores, me responden, queriendo sacudirse una cierta responsabilidad, que a ellos se la vendían, y por eso, a su vez, ellos hacían lo propio, vendiéndola a los demás: me parto de la risa.
Estamos felices, contentos, relajados: ningún nubarrón aparece, ni en la cercanía, ni en la lejanía.
Como soy socio de esta venerable y maravillosa institución – donde, como ya he escrito en alguna ocasión, paso gran parte de mi vida – los invito a subir hasta “El Torreón”, ese espacio privilegiado, arriba del todo, donde tengo el placer de poder pintar, junto a otros artistas. En un espacio que se sortea cada año, al comienzo del curso. Ya arriba, pueden disfrutar de la visión de la ciudad a vista de pájaro, que permiten los enormes ventanales que se asoman al exterior. Ninguna de ellas ni de ellos habían estado nunca en este lugar, al que todos consideran, de manera categórica, de único y privilegiado.
Todas y todos, hacemos votos para no permitir que el tiempo nos devuelva otra vez al túnel del que, en este día luminoso, casi veraniego, hemos salido para reencontrarnos para siempre.

La imagen de la izquierda es una vieja fotografía – de color sepia – que retrata al grupo de amigas y amigos, en el corral de una de ellas. Me pregunto ahora quién demonios pulsaría el botón de la cámara fotográfica que inmortalizó aquel momento. Supongo que algún familiar de la amiga en cuestión. A día de hoy, faltan dos: una chica y un chico. Me entristece esa constatación.

La imagen de la derecha es una vieja pintura realizada por Jesús Marchante Collado, sobre una vieja “cuartilla”: lo que hoy se llamaría DINA -4. Está hecha con pasteles. Las líneas que dan forma a todo lo que aparece en ese cuadro están realizadas con una especie de plomo líquido: un producto antiguo, seguramente inencontrable. Representa a ese grupo de vanguardia, en una noche de Navidad, en la que aparecen entrelazados para siempre. Los colores con los que trabaja el artista son luminosos: transmiten esperanza y optimismo. El título es ese: “En una noche de Navidad”, y lleva la fecha de 1974.

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