Flor de fuego de Santiago Angarita

El más gordo entre dos hombres empuja a su amigo por el pasillo de un austero edificio del centro. Oponiendo resistencia fingida, reclama al gordo por haberlo traído a aquel lugar. El gordo solo ríe y al llegar a el apartamento 304, toca tres veces, en una metálica puerta blanca, roída por el óxido. Un hombre de rostro añejo, con bastón en mano indica a los amigos que pasen. El gordo se llama Félix y conteniendo la risa, se dirige a su amigo para calmarlo, mientras toman asiento en una sala de espera compuesta por un diván con los resortes aflorando y dos sillas plásticas.

—Calmáte Daniel, ese man no te pregunta casi nada. Te da dos instrucciones y sale, solucionados tus problemas. —dice, Félix susurrando, para que el anfitrión no los escuche.
—A lo bien sos muy pendejo Félix. Si eso fuera así ¿Vos creés que la gente tendría problemas? No hay curas milagrosas. Por cuarenta años mi vieja leyó la oración a santa marta esperando a que el viejo regresara; y mirála se murió esperando y pegada a esa máquina de coser.
—Esto es otra cosa, estas no son oraciones chimbas. Aquí nadie viene sin recomendación, por eso es que casi nadie sabe dónde queda. Además, la magia detrás de todo esto tiene un costo.

Félix levanta su mano exponiendo el dedo que le falta, el anular. Sonríe ante la mueca de terror de Daniel. El anciano golpea el bastón para llamar la atención de los hombres. Daniel voltea el rostro y señala a Félix con la mano temblorosa.
—Si esto no soluciona mis problemas con Adriana. Pana, la madre que le cuento a Susana tu rollo con la de la peluquería.

El viejo golpea el bastón nuevamente, Daniel no alcanza a ver la respuesta de Félix. Ingresan en una habitación dividía en dos por una cortina, como un consultorio médico. De un lado un escritorio de madera podrida, donde se sienta el viejo a escribir en una hoja manchada. El contenido del otro es desconocido para Daniel, una mesa de acero inoxidable, una camilla, un soplete y anestesia. Todo en el interior de la aséptica habitación, ajada por la humedad, emana el característico olor de la vejez, los orines de rata y sangre vieja.

Daniel cedió ante la insistencia de su buen amigo. Quien al verlo en la precaria situación económica en que se encontraba, decidió que no había más solución que recurrir a las artes místicas. Daniel debía un préstamo suntuoso al peligroso hermano de su esposa, quien laboraba como prestamista gota a gota. Su cuñado lo había amenazado de muerte si no pagaba. Afirmando también que no sería ninguna tragedia, que su hermana estaría mucho mejor sin tener que lidiar con un inútil muerto de hambre. El préstamo había sido usado en una cirugía estética, de busto, para su mujer. Quien a pesar de conocer la inestable economía familiar impuso sus carencias de autoestima por encima del bienestar del hogar. Ahora, Daniel debe trabajar doble turno para lograr mantener a sus hijos y su exigente mujer. Y ni que se diga del préstamo que aún debe con intereses acumulados.

—Mucho gusto, mi nombre es Argemiro Canacue. Yo voy a ayudarlo con su problema su amigo me comento algunos detalles, a él lo he ayudado también. Me imagino que ya conoce el procedimiento a seguir.
—La verdad, no.—responde Daniel con la voz ahogada.
—Bueno, voy a resumírselo por motivos de tiempo. Yo a usted no le voy a cobrar con dinero, mi método de pago es distinto. Usted me va a entregar dos años de su vida.

Daniel siente como su piel se torna aviar. Como el frio se apodera de sus huesos y los miedos que creía desfasados se hacen tangibles. Piensa que han de ser supersticiones baratas, que un hombre pobre y campesino como el que ante él se sienta, debe vivir en una estafa, creyendo en duendes, en sortilegios, en magia; el tipo de maricadas que Félix tanta venera.
—¿Félix le pago con años?
—Usted no hace preguntas aquí—responde el anciano cortante. —Su amigo, pago el precio de sus pedidos. Honró a los Dioses y su don fue concedido.
—¿años es lo que piden los Dioses? —pregunta Daniel desafiante.
—No, el pago de vida es para mí. Los Dioses piden sangre. —responde el anciano sonriendo.

Daniel piensa ponerse de pie, se detiene, la necesidad es más grande que el escepticismo. Como pudo casarse con una mujer de tan escasos valores. Como pudo abandonar a su morronga novia de colegio por una bandida cuyo mayor talento es gastar el trabajo de un mes en una visita al centro comercial. De cabeza vacía, sin talento para las conversaciones de almohada y para rematar, mala amante, floja y perezosa hasta para los deberes de cama
—No se preocupe pelado, aquí todo es muy profesional. Pero bueno, la pregunta es: ¿Cómo piensa que se puede solucionar lo de su situación? Solo puede hacer un pedido por sacrificio, sea preciso, si algo sale mal no es mi responsabilidad.

Varias ideas alumbran en la mente de Daniel. La primera es el dinero, con dinero todo podría solucionarse, podría pagarle a su esposa todos los caprichos. Podría costear la educación de sus hijos sin tener que limitar sus horas de sueños a tres por noche. Podría comprarse un carro y dejar de andar en la destartalada moto. Una opción más siniestra aflora de su inconsciente. La raíz de los problemas es Mónica, su esposa. Si no se hubiera casado con aquella arpía disfrazada de puritana, sería un hombre exitoso, humilde pero feliz. No, aquel deseo no era posible, sin Mónica no existirían sus dos preciados hijos. Llega a la conclusión que la más segura es la primera idea. El dinero.

—Con plata, yo podría solucionar todo si tuviera la plata para hacerlo. —dice al viejo sin levantar la vista del suelo.

Argemiro sonríe, se acaricia los escasos pelos de su cráneo y empuñando con dificultad un lapicero de tinta azul, escribe Seis números sobre el papel manchado. Rompe el pedazo en el que escribió y se lo lleva al bolsillo de la camisa.

—Con la plata el asunto es sencillo, su sacrificio va a determinar la cantidad de dinero que gane. No se preocupe, no me va a tener que pagar de más, siguen siendo dos años de vida. La ñapita de sangre es pa’ que los Dioses sean bondadosos. —Espeta el viejo con la mirada fija en Daniel.
—Bueno ¿y si quiero dar el mayor sacrificio? Como para terminar siendo el hombre más rico del país.
—Pues tendríamos que cortarle el pene. —responde Argemiro como si tratase de una obviedad.
—¿Con que le pagó Félix?
—Usted se preocupa mucho por los demás. Le voy a responder para no alargar más esto, me estoy como cansando. Félix le dio a los Dioses un dedo de su mano y un dedo de su pie. Como respuesta su hijo menor se recuperó de una grave enfermedad. Cáncer si mi memoria no falla.

Daniel recuerda como el hijo de Félix, Leo, se había recuperado como por milagro de un nefasto cáncer de estómago. Los doctores lo atribuyeron a un evento fortuito pero el barrio entero se jactaba de que la recuperación había sido gracias a una cadena de oración organizada por las ancianas decrepitas de la capilla. Menos incrédulo y más asustado, piensa en que sacrificar su miembro viril sería nefasto. Es lo que le otorgaba su hombría, lo que a lo largo de los años le había provisto de tan buenas amantes. No era un miembro exagerado en su tamaño, pero cumplía con los deberes. No podía perderlo, era lo único en su vida anodina que le proporcionaba placer. Las bolas podría perderlas, había escuchado un par de casos donde los hombres castrados podían seguir disfrutando del sexo.

—No me cortaría el pene, pero si las bolas ¿Tienen las bolas algún valor?
—Pero claro que tienen valor—Responde Argemiro emocionado—, En ellas se encuentra la vida sin engendrar, son una gran fuente de poder, los Dioses estarían complacidos. Es una muy buena propuesta, hace rato nadie proponía algo así, los jóvenes con usted quieren ganar mucho sacrificando poco.
—Espere, no voy a hacerlo así como así. No soy ningún imbécil, voy a pedir algo sencillo, para ver si su método funciona. Quiero que el hermano de mi esposa decida perdonarme la deuda. Si eso funciona, vengo aquí por otro pedido, que involucre mis bolas.
—No voy a ayudarle más de dos veces, no es como trabajo. Si uno atiende a un cliente más dos veces lo salen quemando. párese pues. Detrás de esa cortina hay una camilla, señáleme que quiere que le corte y se puede ir tranquilo, con la certeza de que su cuñado no va a cobrarle.

Argemiro le cercena el tercer dedo del pie, porque cortar el dedo gordo o el segundo dedo supondría sacrificar equilibrio y estabilidad. El procedimiento no es limpio, pero debido a los rituales de protección ninguna enfermedad afloraría en Daniel. Los hombres salen del consultorio para no volver, Félix complacido ante la recomendación a su amigo y Daniel con dos años menos de vida. Argemiro observa desde la ventana del tercer piso como se embarcan en una moto destartalada, una de las dos sombras cojea. El viejo tose con esfuerzo y se da la vuelta hacia el escritorio, se detiene y es más la sorpresa que el miedo lo que lo sobresalta. Sobre su silla, yace sentada una hermosa forma humanoide, de grandes pechos, caderas amplias y dos cuernos saliendo de la frente. La piel es violácea y los ojos centellantes. La femenina figura juguetea con sus largas uñas trazando surcos en la mesa del consultorio. No aparta la vista del tazón metálico con el dedo cercenado.
—Adelante, hacé el ritual. Estoy segura que vas a perder el tiempo, él no quiere verte. —dice la espectral dama clavando las uñas más profundo en la madera.
—Largáte de aquí demonio. No tenes derecho de invadir mi privacidad, ya no soy ningún pelado.
—Eso no tenes que decirlo; se nota. Como se añejan los humanos, hace un parpadeo que eras un hombres musculado y viril. Ahora no sos ni la sombra de ese muchacho que me invocó en aquel cuartel.
—Súcubo insolente. A vos no te pasan los años porque ni siquiera estas viva.
—Eso no decías cuando me pedias hacer aquellas cosas. ¿cómo era? Ah, sí. “Quiero que lleves mis hijos Vania”.

El rostro de Argemiro se contrae, cierra la puerta de la oscura habitación y apunta el índice hacia el súcubo.

—Al pelado lo mantenes lejos de esto. El no pidió nacer de un demonio, yo fui el que la cague al jugar con fuerzas que me sobrepasaban.
—Hasta te escucho hablando más bonito. Ya no sos el mismo campesino que robaba grimorios para salir de pobre. Y yo no estoy metiendo al pelado en esto, si alguien lo ha involucrado ese sos vos, o porque creés que no ha venido a verte. ¿es por eso que estas reuniendo ofrendas? ¿para invocarlo? —pregunta Vania pasando su bípeda lengua por los labios.
—La sa.… sangre es para un ritual de blindaje, es para un mafioso, para uno de los duros. No me voy a cobrarle con edad, le voy a cobrar con plata, pa’ ver si logro salir de este hueco. —responde Argemiro y toma asiento frente a Vania.

Argemiro le miente al súcubo, al súcubo que en sus tiempos de pelado invoco al sacrificar a su novia. Al súcubo del que se enamoró y con el que engendro contra todo pronóstico un hijo hibrido, un humano con sangre de demonio. Catorce años sin ver a su hijo, desesperado ante la idea de haber sido olvidado hasta por su propia hueste. Las partes cercenadas son para invocarlo, no es sencillo invocar a un hibrido, requiere sacrificio y el nombre del invocado, nombre impronunciable para Argemiro. Ya que al ser un brujo de medio pelo, el lenguaje de los altos Demonios le es reacio. Vania podría pronunciarlo, traer de vuelta a su muchacho, abrazarlo preguntarle si comía bien, si estaba durmiendo lo suficiente, en que laboraba y si su parte oscura solía sobrepasar la luz de la restante humanidad. Pero no lo haría, el demonio no extrañaba el pasado tanto como Argemiro.

—El muchacho está bien Argemiro. Lo vi hace un par de meses en uno de los vasares de la alameda. El que no está bien sos vos. Estas viejo hombre, dejá de postergar tu partida, dejá de cobrarle años a tus clientes, no te hacen más joven, solo alargan lo inevitable.

Argemiro cede ante la intervención de su antiguo amor, se hunde en el asiento y pierde su postura fingida. Esta encorvado, los ojos cansados y el escaso pelo de la cabeza casi blanco. La amplia camisa a cuadros solo resalta su delgadez. Vania abandona la silla y se acerca al viejo, acariciándole el cuello. Susurrándole al oído en lenguas antiguas, fonemas placenteros con efectos hipnóticos.

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—Mañana tengo que ir a retirar una plata Vania, voy a mudarme a una casa en ciudad 2000. Es mucho más cómoda que esta pocilga y tiene parqueadero para los clientes. —Dice Argemiro devolviendo la caricia a la tersa piel del súcubo—, no pienso alargar mas la vida como decís, pero al menos quiero vivir el resto de mis días en un lugar tranquilo, sin putas ni bazuqueros conviviendo en mi pasillo.

Vania, un súcubo infernal, identificada en las huestes demoniacas por su gran afinidad con las plantas. Cuando era joven, Argemiro solía llamarla su flor de fuego, la besaba bajo las lunas del Valle y la amaba como solo un mortal de alma rota puede amar la oscuridad. Planeaban casarse, bajo un samán, con la sangre de diez machos cabríos trazando una alfombra hasta el lecho. Protegidos bajo infinidad de rituales burlaron con maestría la regla de oro: mantener el vínculo en un plano sexual, cualquier clase de unión sentimental desharía el contrato. Al nacer el primer hijo de tan grande amor, bajaron la guardia, olvidaron esconderse del ojo del gran príncipe y cuando el bebé ya recitaba sus primeros versos, Argemiro enloqueció cuando al amanecer no encontró a Vania a su lado, la cama vacía, el alma vacía él bebe llorando en soledad. Durante años perfeccionó las artes oscuras, incursionando en el chamanismo, la santería y artes celtas poco convencionales, se esforzó a pesar de no adquirir mayor maestría. Con la esperanza de recuperar a su amada o a su niño quien al cumplir la mayoría de edad decidió ir en busca de la herencia de su madre. Fue cuestión de tiempo que olvidase al huraño viejo. Catorce años desde el último beso paternal, Argemiro aún se tocaba la frente y lloraba, recordando la majestuosidad demoniaca de su hijo hibrido.

—Yo no puedo estar aquí por mucho tiempo, usted sabe, hay reglas. No me han invocado en mucho tiempo, la clase de gente que invoca súcubos prefiere algo más lujurioso y grotesco que una dulce flor infernal.
—Para mí eras perfecta. —responde Argemiro conteniendo un ataque de tos.
—¿Sabés qué? Yo te acompaño mañana y tenemos una tarde en el parque de esas que tanto te encantaban. Sos un brujo muy extraño Argemiro.
—Lo dice el Súcubo que se casó con un humano. —Responde Argemiro simulando una sonrisa.

Los viejos amantes pasaron la noche en la habitación contigua al consultorio. Vania no necesitaba dormir, aun así, pretendía hacerlo para no incomodar a Argemiro. Recordó las viejas andanzas, las noches teñidas en lujuria, cuando engendraron al único testigo de su prohibida unión. Vania mira a Argemiro, su cuerpo roza ya los ciento cuatro años. Acabado, le acaricia las piernas, pero cae en cuenta que propinarle una erección no sería viable. La poca sangre de su torrente apenas le alcanzaba para impulsar el corazón. La mañana arriba, Vania ayuda al viejo a bañarse, desnuda, para complacerlo. Lo ayuda a vestir y caminan de la mano fuera del sucio edificio. El súcubo adopta la forma de una anciana para no levantar sospechas. Caminan a paso geriátrico hasta la plazoleta de San Francisco, con el edificio de la gobernación a las espaldas; alejados de la iglesia para no lastimar a Vania. Se sientan en la fuente, a ver pasar transeúntes, a alimentar palomas. Unos cuantos jóvenes encuentran el cuadro conmovedor, una pareja de ancianos amándose con fulgor adolescente. Vania besa a Argemiro en los arrugados labios un par de veces. Besos de despedida, besos de condena.
—Sé que viniste a decir adiós Vania. Lo he pensado bien y es la única razón por la que después de tanto tiempo me visites ¿me voy a morir verdad?

Vania no responde. Argemiro sonríe, si ha de morir morirá feliz, acompañado por la madre de su hijo, su único amor. El súcubo señala a una joven pareja que camina con dos hijos fuera de la iglesia. Es Daniel, el hombre de las deudas, la mujer que le acompaña es más plástico que humano. Con dos senos tan grandes que desafían las leyes de la física. Argemiro aguza la vista y al ver a la familia siente tristeza. Un amor erigido con dinero dura menos que las prótesis de silicona, es una pena que Daniel no hubiese sacrificado su pene, el menos así no tendría que complacer a aquella interesada arpía. Pero, ¿qué sabia el del amor? después de todo, se había casado con un demonio.

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