¿De hombres a dioses? by Ester Astudillo

Extracto en primícia del próximo libro que editarà editorial Fleming de Ester Astudillo en 2020 -j re crivello editor

El entorno humanizado que habitamos los hombres contemporáneos ha dejado de ejercer sobre nosotros la presión que biológicamente ejerce sobre toda población de cualquier otra especie viva: nos hemos escapado del designio natural que la biología tiene reservado a las especies, y no hay posibilidad de hacer marcha atrás y propiciar un cambio en las tornas. No podemos ‘desaprender’ lo que ya sabemos (es decir, eliminar la cultura) ni está en nuestra mano, a día de hoy al menos, deshacernos de buena parte del contingente humano que puebla el planeta para aumentar la sostenibilidad terráquea. A pesar de constituir el peor enemigo para la Tierra, nuestra percepción nos lleva a creer que es ella quien se alza como enemigo, denegándonos la ración diaria de alimento y de agua que asumimos que nos corresponde en condición de señores de nuestro reino particular. Hemos convertido el planeta literalmente en un muladar, en un residuo cósmico.

            Con el desarrollo exponencial de la tecnología, nos hemos transformado en reyes y amos de unos dominios que la naturaleza de las cosas no dispone que sean poseídos. Pero tampoco podemos aspirar a cambios genéticos que posibiliten una relación diferente y más armónica con nuestro hábitat: la selección natural ha llegado literalmente a un cul-de-sac con nosotros, y no hay retroceso posible. Somos lo que somos y, genéticamente, nunca nos convertiremos -no podemos convertirnos, habiendo interferido en las condiciones que regíanlos cambios evolutivos- en nada significativamente diferente. Nos hemos transformado en dueños del mundo; nos hemos querido erigir en dioses.

            La civilización contemporánea, en condición de civilización hipertecnologizada, ha desatado unos cambios cualitativos inaugurales en la historia de la especie y no hay posibilidad de detenerlos -mucho menos de revertirlos. Al contrario, cada día es más evidente el movimiento de retroceso que el progreso imprime a la humanidad  -aunque al mismo tiempo sean cada vez también más disparatadas las teorías explicativas y las medidas ‘prolifácticas’.

            Esta es la situación imposible a la que nos empuja nuestra condición de sapiens contemporáneos: genios sabihondos en un mundo que se apaga y quienes, a pesar de su sabiduría, tecnología y erudición, son incapaces de producir una chispa de esperanza para la sostenibilidad no ya del planeta, términos en que se suele presentar la ecuación, sino de la especie, término biológicamente recto. Como el rey Midas, hemos trocado en oro todo cuanto ha caído en nuestras manos; tiránicamente, hemos cosificado cuanto tocamos. Porque, ¿de qué utilidad nos puede ser el tesoro más vasto si no tenemos una miga de pan que llevarnos a la boca? ¡Qué gran ironía, que sabiéndonos dioses, debamos aceptar que el abismo que se abre a nuestros pies no es sino obra nuestra! Quizás incluso deliberada, según lo refiere J. Baudrillard en La ilusión del fin: «A la catástrofe programada, paradójicamente, acabaremos llegando a fuerza de buscar los medios de escapar a la catástrofe natural, a la forma imprevisible del destino. A falta de poder escapar al destino, el hombre fingirá que es obra suya. A falta de aceptar el reto con alguna eventualidad fatal o incierta, preferirá escenificar su propia muerte como especie».

            La historia de los sapiens es la historia del animal que quiere diferenciarse al máximo del resto de especies porque es capaz de reconocer la distancia que los separa; más aun, quiere magnificarla. La civilización y la cultura no son sino las vías de las que nos hemos dotado para materializar ese sueño. A cambio, hemos pagado el tributo de enajenarnos del animal que todo humano alberga en su interior: cuando, de vez en cuando, asoma la nariz, nos permite darnos cuenta de la imposibilidad de retroceder y disfrutar de la Arcadia que nuestra forma social de vida nos ha impedido conocer.

            Aunque con cierto toque irónico, Baudrillard alude asimismo a un horizonte inquietante que está rápidamente abandonando el terreno de la ciencia ficción propiamente y empieza a ser visto ya como un horizonte realizable y, para algunos, ‘esperanzador’: la extinción de la especie humana como raza biológica, sometida en cuanto tal a los imponderables de la reproducción sexual y la variabilidad genética (y a los ‘inconvenientes’ que ello acarrea, como la vejez, el deterioro y la muerte): la aspiración contemporánea a una nueva raza antropomórfica e híbrida que habrá vencido a la muerte.

            Ciertamente, hay científicos que ven una emancipación absoluta -puesto que evitaríamos la muerte y, ¡esta vez de verdad!, podríamos advenir dioses- en la posibilidad de que, en unos centenares de años, los humanos no necesitarán un cuerpo material para existir. Como DeLillo en Zero K, podríamos enunciar patética y ramplonamente: «la muerte es un artefacto cultural, no una determinación estricta de lo que humanamente resulta inevitable». ¿No es esa una ilustración perfecta de que nosotros mismos, en la condición auto-otorgada de especie animal reina, nos hemos emancipado de las condiciones que promovieron en primera instancia nuestra emergencia como seres vivos y de que hemos pasado a morder, por así decirlo, la mano que nos da de comer? ¿No resulta lo bastante revelador que esta supuesta ‘emancipación’ no se nos antoje siniestra ni nos produzca malestar alguno?

            Baudrillard se refiere también, entre líneas, a la emergencia de un nuevo orden humano, un Mundo Feliz donde el Hombre Nuevo será inmortal pero híbrido y genéticamente idéntico a cualquier otro especimen. En este nuevo universo, la antigua función de recogimiento y memoria ejercida por los cementerios y la tumbas será suplantada por las colosales cámaras de criogenización que alojarán a millones de cuerpos a la espera de su resucitación, gracias a los implantes tecnológicos y a los avances científicos apropiados para curar su ‘mal’.

            En cualquier caso, lo que resulta innegable en el presente estado de cosas es que la cultura, que originariamente servía al ideal más elevado de los humanos, que se saben superiores, se erige en fuente de ansiedad, de malestar. En última instancia, de muerte. Pero saberlo no nos es de utilidad para trascender esa triste y paradójica condición que hemos generado nosotros mismos, ansiosos de ser cada vez más más humanos y menos bestias. La cultura, producto paradigmático de una especie inteligente y gregaria, sello en primera instancia de nuestra excelsa humanidad y capacidad simbólica, ha sido secuestrada y llevada a las antípodas de su función primigenia para acabar convertida en un boomerang que nos estalla en la frente: el instrumento se emancipa de la finalidad y la subvierte, corroborando la conocida tesis de Sartori sobre la tecnología contemporánea de la imagen. La cultura como producto estrella de nuestra capacidad simbólica no solo impide la viabilidad sostenida de la especie, sino que, como individuos, nos lleva a las puertas del abismo de la mano de Thanatos.

            Esta es, en la dimensión humana, la tragedia de nuestra historia y de nuestra condición de animales simbólicos. Pero también, desde una óptica más elevada, una gran lección que, desde el cielo y alegóricamente, nos ofrecen socarroneamente los dioses. O si se prefiere, constituye sencillamente la fuerza de un boomerang justiciero que, enfurecido, retorna una y otra vez a los hombres, de forma siempre diversa, al nicho que verdaderamente nos corresponde en la creación.

Ester Astudillo

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