Desde el recuerdo: SILENCIO.

By Mercedes G. Rojo

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Serie: Itinerarios

Cuando me pongo a escribir esta nueva colaboración el tiempo está cambiante en la ciudad en la que vivo. Pasamos del más abrumador calor a un frío que destempla el cuerpo y a veces diría que hasta el alma. Despotricamos a menudo de esta circunstancia pero en el fondo, cuando nos falta, es como tantas otras cosas que echamos de menos cuando estamos lejos de ese lugar que en un momento de la vida consideramos como nuestro y al que nos une en muchas ocasiones una especie de relación de amor-odio que no sabemos muy bien a qué responde, y a la que acabamos acostumbrándonos.

En esta situación, siento un cierto ataque de melancolía y hurgando entre mis papeles (literalmente, porque esto no lo tenía guardado en mis archivos digitales) encuentro un texto de hace algunos años y que puede venir muy bien acerca de estos “itinerarios” que de vez en cuando desgrano en esta sección. Decido recuperarlo como homenaje a la ciudad que me vio nacer y a la que siempre vuelvo a pesar de que muchas veces necesito salir huyendo de la misma, creo que más bien a causa del paisanaje más que del paisaje. Pero ya conocen ese dicho de que “solo se aprecia lo que se tiene cuando se pierde”. Un guiño que le hice a mi ciudad, Astorga (en la provincia de León), desde tierras bien lejanas y muy diferentes (¿o no tanto?). Un recuerdo a mis raíces que titulé

“SILENCIO”

El sol asoma hoy, de nuevo, entre antenas torcidas y antenas desconchadas. La luz del amanecer acaricia el horizonte, sin poder dulcificar el verde ceniza de los amplios olivares. La b risa matutina es ya una bocanada de aire caliente en la que se dispersan los primeros y destemplados ecos de alguna campana.

Aquí, sólo la misma monotonía me acompaña cada nueva jornada: la monotonía de la voz cascada de algún bronco badajo, del calor que ya comienza a apoderarse –desde abril- del aire que se respira, del bullicioso griterío de niños y mayores en calles y ventanas….

En este clima parece no existir el silencio, esa amable sensación de sentir nada más que el silencio… o, si acaso, el suave murmullo de las hojas que el viento mece, el gorgoteo cristalino de alguna fuente escondida, el revuelo de chillidos y aleteos de vencejos en cálidos atardeceres estivales, una dulce canción extendiéndose en tañidos de uno a otro lado de la ciudad por callejuelas tranquilas y quietas…

Aquí no hay silencio… y se deja añorar en esta ausencia, más que nunca; más aún que aquellos días en que me gustaba sentirlo en las plazuelas desiertas por el frío del invierno; en cada atardecer otoñal que deja vacío el Jardín, con sus árboles ya casi desnudos saludando siempre el Teleno… Gustaba de esa calma silente.

Y en muchas ocasiones salí en su busca, como aquella noche en que se había cuajado de estrellas la negrura del cielo y trocado la tarde en ingrávida charla de cigarras y grillos. Tras la muralla se extendían los campos, dormitando bajo un centelleo de luceros, haciéndome sentir la necesidad de contemplar ese manto estrellado desde lo más profundo de la noche, lejos de las casas que con sus ventanas iluminadas daban luz a las sombras, lejos de las calles que enturbiaban con sus farolas la oscuridad nocturna. Sabía que muy cerca dormitaba una ermita, entre la callada penumbra de las encinas. Parecía el lugar apropiado para contemplar a gusto la grandeza que el silencio adquiere bajo los astros. Allí acudí y, al llegar, como si los habitantes de la noche sintieran en mí una presencia extraña, cesó el canto de los grillos y el chirriar de las cigarras… Y ese silencio se hizo palpitante, e invadió la profunda soledad de los campos, junto a la ermita. Entonces el miedo me atenazó de pronto; y me sentí indefensa, minúscula en la calma nocturna, bajo el oscuro manto en el que las estrellas no eran más que lejanos guiños de luz.

Todo rastro de presencia humana se disolvía por completo en la grandiosidad de las sombras y en esa insondable oscuridad llegué a sentir un frío infinito. La luna no brillaba en el cielo esa noche. Sólo los astros, lejanos, parpadeaban en el silencio nocturno en que dormitaban los campos mientras la solitaria ermita confundía sus piedras con la sombra. Sentí miedo ante tanta inmensidad… Y temblé, temblé sintiendo el frío de esa sensación más que el frío de la estrellada noche que comenzaba a depositar su escarcha sobre mi inmóvil presencia.

No sé cuánto tiempo hasta que de nuevo me encontré en Astorga. También allí se extendía la noche colmando de silencio las calles vacías, de ese silencio que sólo he podido volver a sentir en alguna pequeña ciudad, con calles encerradas entre muros de piedra cargados de historia y bellos rincones que el tráfico no puede hollar con su bullicio; ese silencio que no sólo es nocturno, que también puede sentirse en algunas mañanas, en ciertas tardes, en cualquier día apacible de cualesquiera de esos lugares siempre tranquilos que aparentan estar detenidos en el tiempo. Y, al contrario que en aquella noche, bajo el cielo infinito, ya no siento esa callada calma como abrumadora e inquietante. Ahora la busco para que caiga sobre mí, arropándome con una suave y profunda sensación de paz que busco cada vez más.

Los itinerarios de nuestra vida los van marcando múltiples factores con los que nos vamos encontrando en nuestros recorridos. Muchos de ellos trascienden lo físico, lo geográfico, para  ahondar en lo emocional. Este texto que he recuperado y actualizado para compartirlo desde esta ventanita, es una muestra de aquellos por los que yo he deambulado a lo largo de mi vida, desde una tierra ajena a mi sentir pero en la que acabé encontrando reminiscencias que me trasladaron a mis raíces. Terminé el texto con una dedicatoria que también quiero recuperar con la seguridad de que alguna vez habré de volver allí con otros ojos:

“A Úbeda, cuyas tranquilas calles tras una tarde lluviosa de primavera me hicieron revivir de nuevo la quietud de aquellas calles en las que crecí y la de los campos que las rodean”.

Un comentario

  1. La foto que acompaña al texto es uno de los (para mí) más bellos rincones que pueden contemplarse en Astorga, especialmente cuando las sombras comienzan a enredarse entre los cipreses y las torres que se ocultan tras de ellos.

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